Los inicios del Mas de Noguera
Aquella primera caminata
Habíamos salido temprano de Pina, después de dejar atrás la Hoya las Viñas pasamos junto a la Masada las Monjas y el rebollar que lo enfrenta, y nos adentramos en la Sierra de Cerdaña. Alberto y Alfredo, que aquella temporada estaban "pelando" los pinos de las artigas de la abuela Rosa, me llevaban a visitar una masía que habían comprado dos personas de Valencia con la idea de dejar la ciudad y con el tiempo vivir en ella. Aunque estaba situada en Caudiel, habíamos optado, en lugar de coger el coche, por ir andando siguiendo una antigua senda que pasaba por la Cueva de Cerdaña.
Poco podíamos sospechar Alberto y yo aquella mañana clara y soleada de primavera, todavía con un cierzo frío, que el lugar al que nos dirigíamos llegaría a estar tan unido a nuestra vida. Desde hacía un tiempo íbamos anidando la idea de iniciar una experiencia educativa en el medio rural y, sin tener todavía muchas cosas claras, ya íbamos estudiando posibilidades y lugares donde poder realizarla.
El terreno no nos era desconocido, los tres habíamos guardado el ganado de casa desde la niñez en las épocas de vacaciones, cuando llovía y los bancales de las hoyas estaban húmedos echábamos el ganado a la sierra para que ramonearan en los carrascales. La sierra Cerdaña, de terreno calizo y de vegetación predominantemente de quercus en sus orígenes, estaba bastante erosionada debido a un sobrepastoreo en la posguerra y a ciertas actividades como el carboneo en la primera mitad del siglo anterior, sin embargo tenía rincones especiales como Las Carcamas o la Cueva de Cerdaña.
La íbamos caminando con fruición, con esa sensación de energía y ligereza de los veinte años. Por tramos teníamos una estupenda vista del Valle del Palancia con Espadán y Calderona circundándola y al frente, por momentos, el reflejo en la lejanía de una pequeña franja de mar. Un paisaje insertado en nuestra retina y en la de quienes nos precedieron.
Alberto acaba de terminar magisterio y se debatía entre quedarse en el pueblo o volver a la ciudad. Como yo unos años antes, no quería presentarse a las oposiciones para ser maestro funcionario. Entre nuestros compañeros de estudios con ideas renovadoras, unos optaban por hacer oposiciones y cambiar la escuela desde dentro, otros, los menos, nos decidimos por intentar iniciar proyectos educativos fuera del sistema para conseguir una educación no autoritaria, vivencial y en contacto con la naturaleza. En nuestras cabezas estaban presentes experiencias como Summerhill, La Escuela Moderna de Ferrer y Guardia o el Instituto Libre de Enseñanza.
Por otra parte en nuestros planes también contaba el apego a lo rural, pues aunque habíamos salido del pueblo para estudiar y la vida en la ciudad nos había abierto muchas perspectivas, seguíamos estando muy vinculados a lo que representaba el pueblo y a nuestros padres. Nos apenaba el pesimismo, la poca autoestima, la marcha de la gente, los pueblos cada vez más vacios o el abandono de conocimientos ancestrales. Por contra nos animaban aquellos locos hippis, como les decían en los pueblos, que dejaban la ciudad para "volver al campo". Nos atraía la filosofía que transmitían: la vuelta al campo era el intento de volver a los orígenes, a la tierra, al respeto a la naturaleza, el intento de otra forma de vida alejada del consumismo y la depredación del Planeta.
A media mañana hicimos parada en la Cueva, al asomarnos a su interior desde una de sus aberturas, el mismo asombro y admiración de la primera vez, también lástima y rabia por su deterioro. Almorzamos en el pequeño plano frente a ella, hablábamos de planes, me contaron la historia de las personas que íbamos a visitar: Juan y Gerardo a quienes, parece, se les enfriaba las intenciones iniciales de trasladarse a vivir a la masía.
En el último tramo perdimos la senda, las repoblaciones del ICONA en los aterrazamientos de los antiguos cultivos hacían casi intransitable el paso, aliagas y pinos apretados y con procesionaria hicieron bastante penosa la bajada hasta la pequeña masía que por momentos aparecía y desaparecía en una pequeña hondonada.
Cuando llegamos todavía no había nadie. Pudimos recorrerla con tranquilidad. La antigua construcción, como no podía ser de otra forma, estaba orientada al sol de mediodía; enfrente de su puerta una gran higuera y encima una parra que empezaba a echar sus primeros brotes y que en verano seguro daba una sombra fresca a la entrada de la casa. La huerta sin cultivarse desde hacia tiempo ideal para iniciar una agricultura orgánica y con una buena balsa en la parte superior. El molino de viento que nos inspiró y reforzó en nuestra idea de energías renovables.
Poco después llegaron Juan y Gerardo. Hablamos, comimos, paseamos. Pocas veces he tenido tanto entendimiento con dos personas que acababa de conocer ese día y los siguientes que estuvimos juntos. Nuestra relación fue desde el primer día de lealtades y, especialmente con Juan, de amistades.
Lo que generó esta visita es que comenzamos a ir visualizando, si esto es posible, nuestra utopía, a concretar y poner en un lugar nuestras ideas. Un lugar y una casa con una higuera y una parra en la puerta, un molino de viento, la pequeña huerta, el manantial, el aislamiento, si, podía ser el lugar y Juan Vidallac nuestro primer compañero. La casa de la montaña del árbol de las nueces, como escribió muchos años después en chino una profesora que impartió clases de Taichi en ese mismo lugar, el Mas de Noguera.
Poco más de un año después de esta visita, recibimos al primer grupo de niños.
A veces pienso sobre aquellos primeros momentos, la vida a veces nos ofrece oportunidades y personas, confluencias y energías que nos permiten abordar retos a priori inalcanzables. Era muy poco lo que teníamos para enfrentarnos a la empresa que pretendíamos. Alguien, años después, en una de las tantas reuniones y charlas, ofreció una posible explicación: lo conseguisteis porque no sabíais que algo así era imposible.